Te compartimos una reflexión acerca del valor del arte durante una pandemia.
En estos días extraños mucho se ha dicho y escrito sobre la importancia – incluso la necesidad- del arte en medio de esta de crisis sanitaria, social y económica. Una lectura rápida de diarios y revistas, nacionales e internacionales, conduce a frases grandilocuentes, demandantes, simplistas. “Son los únicos que no pueden callar”, “el arte nos salvará”, o el titular “El arte planta la cara al Coronavirus”. Más aún, llama la atención que la gran mayoría de quienes hacen esas afirmaciones no son ellos mismos artistas. ¿Cómo llegamos al punto de exigir tanto? ¿De qué forma imaginamos que un sector tan precarizado podría “plantar cara” a un virus?
Sin duda el arte tiene mucho que decir en estos días. Hay quienes se dedican al “arte por el arte”, privilegiando la técnica y empujando los límites de la plástica, creando objetos bellos, que invitan a la contemplación, a detenernos, a descansar. Otros se dedican a un arte más conceptual o político; sin duda desarrollarán obras necesarias, soñando nuevos imaginarios, y enfrentándonos con nuestros fracasos. Pensemos en los brutales problemas estructurales, tan normalizados hasta hace unos meses, que este virus nos ha obligado a mirar: como la desigualdad y su impacto en la calidad de salud a que tenemos acceso, en la opción de poder trabajar desde el hogar, y en incluso las posibilidades que puede ofrecer un hogar como espacio seguro. O la fragilidad de la economía, y la radical diferencia entre la economía real y las tan reverenciadas bolsas mundiales. Incluso la dolorosa preferencia de ciertos sectores por una economía robusta y funcional, aunque ello signifique condenar a otros a la enfermedad y la muerte -el utilitarismo y el culto al progreso llevados hasta sus últimas consecuencias.
Sin duda el arte puede colaborar en muchas áreas del quehacer humano. Pero su principal valor es su capacidad de humanizarnos. El arte no puede forzosamente cambiar comportamientos. No es una pastilla o una clase. La empatía no se produce con tan solo mirar un cuadro: implica un trabajo, trabajo para el cual el arte entrega lúcidos materiales. No puede ganar una elección o derrocar a un presidente; no puede detener la crisis climática, curar un virus o resucitar a los muertos. Pero sí es un antídoto en tiempos de caos, una hoja de ruta para mayor claridad, una fuerza de resistencia y reparación, creando nuevos registros, nuevos lenguajes, y nuevas imágenes con las cuales pensar. Es una herramienta lenta, que no actúa de inmediato, sino que requiere experimentación, análisis constante, deconstrucción de estereotipos y esquemas de pensamiento. “El arte tiene otros deberes”, dice Lesya Khomenko, “no debe explicar, ser un llamado a la acción, convertirse en una forma de periodismo alternativo o diplomacia cultural. Nuestros métodos son poco populares y difíciles, pero para deconstruir algo, el arte necesita espacio”.
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