Rincón Salas

La batalla entre la ciencia y el medievalismo

La ciencia es un mundo vedado a quienes no se meten a navegar seriamente en ella.

Artículo originalmente publicado en Letras libres. 

La ciencia es un mundo vedado a quienes no se meten a navegar seriamente en ella. Sin sólidas bases en física y matemáticas es difícil siquiera entender las generalidades detrás de la Teoría de la Relatividad o de la mecánica cuántica. Abro una página de un libro de Richard Feynman y leo: “La separación depende de la inclinación relativista de los ejes en el espacio-tiempo. Gente que se mueva a distintas velocidades dividirá de manera diferente el mismo campo en uno transversal y otro longitudinal”.

Después consulto un libro de genética: “En promedio, cada genoma individual humano muestra alrededor de ciento cincuenta duplicaciones segmentarias, pero el polimorfismo dentro de la población es tal, que se han mapeado varios miles de sitios con duplicaciones segmentarias a lo largo del genoma humano al comparar solo unos pocos cientos de individuos».

Si quiero comprender un tema muy contemporáneo, como el funcionamiento de los virus, leo que “se ha demostrado que HSV-1, inactivado con colorante rojo neutro por luz ultravioleta, es mutagénico para el gene hipoxantina-guanina fosforribosil transferasa de células de rabdosarcoma humanas, las cuales son permisivas para la replicación de HSV”.

Decía Bertrand Russell que “el relato de un estúpido sobre las ideas de un hombre inteligente nunca es acertado, porque inconscientemente traduce lo que oye en algo accesible a su entendimiento”. O, cambiando la perspectiva: un hombre inteligente no puede comunicarse con un estúpido, a menos que traduzca sus ideas en algo accesible para la mente pequeña. Pero cuando la ciencia se simplifica demasiado, se convierte en fantasía.

Así, en vez de hablar de singularidades, temperaturas y densidades infinitas, espacio-tiempo, la ley de Hubble, unidades de Planck, fluctuaciones cuánticas y el montón de ecuaciones que sustentan todo esto, es más fácil decir: Dios creó los cielos y la tierra. O bien, todo el debate científico que sustenta o refuta el calentamiento global queda en segundo término ante una niña que clama: “Quiero que se llenen de pánico. Quiero que sientan el miedo que yo siento cada día”.

Los jefes de Estado suelen saber poco acerca de la ciencia, pero a veces meten sus narices en ella. Aquellos que tienen aires de grandeza son víctimas propicias de charlatanes. Se sabe que a Stalin le vendieron una versión simple y falsa de la genética y se tragó todas las mentiras, creyendo más en la entelequia que en los resultados. Un torcido científico llamado Ronald Richter le vendió a Juan Domingo Perón el sueño guajiro de construir una planta de fusión nuclear, con bomba incluida. Y a Ronald Reagan lo entusiasmaron con el delirio del inviable sistema de defensa conocido como La Guerra de las Galaxias.

Incluso se han creado científicos ficticios que se toman por verdaderos, como Nils Hellstrom, quien asustó a mucho mundo con su teoría de que muy pronto el ser humano perdería una batalla apocalíptica contra los insectos.

La medicina ha tenido larga lista de charlatanes, y no me refiero a los curanderos o místicos, sino a los científicos, descendientes de Paracelso. Muchos hemos visto por estas fechas que se brincan el método científico para llegar a resultados espontáneos sobre curas y vacunas. Hemos visto presidentes que parecen saber más sobre el virus que los más eruditos virólogos, así como virólogos que ajustan su ciencia al poder. Destaca el “virólogo” Sirio Quintero, un venezolano con diagnósticos hechos a la medida de su jefe, asegurando que el covid es “expresión de la más alta capacidad científica y tecnológica alcanzada por los núcleos de poder imperial en su prontuario bioterrorista”, diseñado para atacar especialmente a los latinoamericanos. Pero que nadie se preocupe, pues él tiene el remedio: pócimas de malojillo con jugo de limón amarillo y miel de abeja.

Entre las promesas para curar el covid, hay remedios inciertos de laboratorio como el Remdesivir, el Aplidin o la hidroxicloroquina. También los hay fantasiosos y peligrosos: metanol, dióxido de cloro, lejía; o simpáticos: té de artemisa o salsa macha, alcanzando extravagancias como el estiércol de elefante, el sacrificio de gatos negros o los famosos detentes.

En tiempos de río revuelto, charlatanería, celebridades ineptas y tanta mente que se medievaliza, la verdadera ciencia pasa de ser incomprendida a ser obstaculizada, cuando lo correcto sería pensar como aquel personaje moribundo de Chéjov: “Cuando llegue el momento de exhalar el último suspiro, seguiré albergando el convencimiento de que la ciencia es lo más importante, lo más hermoso y necesario en la vida de los hombres, que siempre ha sido y siempre será la manifestación suprema del amor y que sólo gracias a ella el hombre triunfará sobre la naturaleza y sobre sí mismo”.

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