El siglo XXI es un tiempo de rupturas y nuevos paradigmas: mira lo que Harry Styles hace al respecto.
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En una reciente portada de la edición estadounidense de la revista Vogue, la primera que ocupaba un hombre en solitario en los casi 130 años de la revista, Harry Styles proyectaba una imagen claramente andrógina. En la foto, realizada por Tyler Mitchell, el ex líder de One Direction va tocado con una americana negra y un vestido blanco transparente de tiro largo, diseñado por Alessandro Michelle para Gucci, que deja asomar sus tatuajes en el pecho. Su tupé adquiere el volumen de un viejo rocker y sus dedos están adornados con anillos dignos de un Borgia. Tiene, en definitiva, un estilo propio e infrecuente, con algo de David Bowie y una pizca de Dennis Rodman.
Las revistas anglosajonas especializadas en estilo de vida y moda masculina -sobre todo GQ, que lo tiene como musa- han señalado que Styles ha acumulado a sus 26 años los méritos para que se le considere el nuevo David Beckham, es decir, un varón heterosexual sin pudor para ampliar los códigos de lo que, ética y estéticamente, debe ser un hombre de hoy. En el mismo reportaje de Vogue, Styles aparece también con falda escocesa y unos calcetines rasgados que dan la sensación de que, en vez de zapatos de charol, lleve una versión deconstruida de la sandalia de un legionario romano.
Hay que advertir, sin embargo, un matiz: la metrosexualidad -de la que Beckham fue el emblema- nunca implicó una crisis de la idea clásica de masculinidad, sino un refinamiento aseado: el vello facial como adorno y no como selva amazónica, perfumarse y darse crema para las ojeras, sofisticarse en los pequeños detalles, como unos náuticos sin calcetines o una camiseta customizada. Lo de Styles, en cambio, propone otra cosa: la confusión de los sexos.
Este concepto, llámese ambiguo, andrógino o gender-fluid en su acepción más reciente, no es nuevo, sino tan antiguo, al menos en la música pop, como el glam o incluso Little Richard. Pero para él ha sido una oportunidad inmejorable, pues le ha permitido desarrollar una nueva identidad como icono en ese momento tan delicado -venía de la ruptura en 2016 de One Direction, la boy band más popular de la década anterior- en el que desarrollar una carrera en solitario era como dar un salto al vacío.
Son incontables los casos de ídolos adolescentes que se pierden en el mundo de los adultos y son incapaces de avanzar en su carrera sin estrellarse. Ahí están Lindsay Lohan o Macaulay Culkin, una desgastada por las drogas y el otro convertido en un gamberro fumeta de internet. Para otras celebridades teen, el camino ha sido cuanto menos accidentado: Britney Spears, Miley Cyrus y Justin Bieber siguen teniendo una carrera, pero pagando el alto coste de que sus polémicas lo eclipsen casi todo. El paso del público juvenil al mercado global implica una transición difícil que debe darse con cuidado: los casos de Robbie Williams, Justin Timberlake o Kylie Minogue son, en realidad, la excepción a la regla de que todo ídolo infantil suele convertirse en un juguete roto.
Harry Styles es una de esas excepciones. Ninguno de sus compañeros en One Direction ha conseguido mantenerse a su nivel: Zayn Malick, el primero que se fue de la banda, ha publicado dos álbumes y se desinfló en el segundo -pasó de ser el número uno en Reino Unido al puesto 77; se habla más de su relación con Gigi Hadid que de su futuro musical-, y ni Louis Tomlinson, Niall Horan o Liam Payne han hecho mucho ruido con sus discos en solitario. En el caso de Styles, su suerte ha sido distinta: su primer trabajo en solitario, Harry Styles (2017), vendió más de un millón de copias y fue número uno en todo el mundo anglosajón e incluso en España; el siguiente, Fine Line (2019), publicado hace poco más de un año, repitió números en Estados Unidos, Reino Unido y Australia. De momento, sólo acumula aciertos, aunque con un estilo conservador, una especie de folk-pop pseudo psicodélico entre Ed Sheeran y The Killers.
Lo que tiene de poco sorprendente en lo musical, ahora bien, Styles lo ha compensado con decisiones inteligentes en otros ámbitos, una tomada en 2017 -su primer trabajo como actor a las órdenes de Christopher Nolan en Dunkerque; prefirió un papel menor pero de prestigio a precipitarse con un rol protagonista en una película oportunista-, y otra en 2018, que fue su fichaje como imagen de la firma Gucci. En sus dos últimos años en One Direction, Harry Styles ya empezó a sugerir esa inclinación androginia que ha terminado de explotar como modelo: uñas pintadas, combinación casual de prendas masculinas y gasas femeninas, una mata de pelo que tanto sirve para Beckham como para Tina Turner.
La sintonía de Styles con Gucci es total, hasta el punto de ser el centro de la nueva colección Overture, diseñada por Alessandro Michelle y que se presentó a finales de noviembre a través de YouTube en una serie de siete cortos dirigidos por Gus van Sant y con guion de Paul B. Preciado, protagonizados por la artista de performance italiana Silvia Calderoni y con apariciones del propio Styles y Billie Eilish, otra estrella pop también instalada en el discurso de la fluidez de género. Al final, la oportunidad de Styles para dejar atrás su pasado adolescente y jugar en la primera división de los mayores ha sido retorcer las palabras de Baudelaire, y defender lo de que hay que ser absolutamente posmoderno.
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